1 de noviembre de 2010

Era el año 2003. Era el segundo año que asistía a la escuela secundaria, en el barrio de San Cristóbal, cuyas calles no me vieron crecer de infante pero toleraron mi ciclotímica adolescencia.


Era la época en que por descarte y sorteo era elegida como delegada para el Centro de Estudiantes. Institución menor y poco representativa, pero con buenas intenciones, tal vez demasiadas. Entonces, era también la época de hablar de política.

Claro, toda mi vida había pronunciado “Mendez”, en vez de lo innombrable, y tenía alguna noción de un terrible golpe de Estado años atrás. Mi tía me había enseñado “Que la tortilla se vuelva” en Miramar, caminando por la playa y algunas canciones contra la dictadura pinochetista. Pero ese fue el año en el que saqué, muy pretenciosa, el Manifiesto Comunista de la biblioteca.

Si, riamos.

Pero lo saqué y lo fui leyendo en el colectivo camino a la escuela, todos los días en el 127. Incursioné en El Capital, pero seamos francos, no avancé más de dos páginas. Confieso también que un día busqué en alguna enciclopedia (No había llegado Internet a casa, por suerte tal vez) quien había sido Trotsky. Y una vez que supe no pude más que ser novia de un militante del PO. Muy pintoresco todo.

El año 2003 fue el año de la invasión a Irak. Entonces confeccionábamos textos en la clase de literatura sobre lo mala que era la guerra. Y discutíamos, porque yo creía que más que guerra era otra cosa.

El año 2003 fue el año en que torpemente me compré una mochila del Che, que panfletaria yo llevaba con orgullo y buenas intenciones.

Fue un año eleccionario el 2003. Y por algunos pasillos resonaba un nombre que, a decir verdad, yo nunca había escuchado. Entonces eran los debates familiares sobre si era mejor votar a este sujeto o seguir votando a ciertos partidos de izquierda hoy innombrables. Y el interrogante sobre cómo votar para que no ganara el patilludo, ni volviera el riojanato.

Y los vaticinios en los patios de la escuela aseverando que no, que Carlos I no iba a volver. Y había en esas afirmaciones más de esperanza heredada, que de certeza política.

Hasta que el día de las elecciones me senté justo arriba de la mesa, con las piernas cruzadas y unas pantuflas aparatosas, a mirar como subían y bajaban y variaban los números: Carlos, Néstor, Elisa, López Murphy y Rodríguez Saa (Con sus mesitas de ¿Bahía Blanca era?). Pocos años antes me habían enseñado en la escuela primaria cómo funcionaba el proceso electoral. Así que teníamos la esperanza de ir a Ballotage, aunque Saúl estuviera ganando.

Ese día teléfono en mano, le grité a mi papá “Vamos que ganamos, vamos que ganamos”. Mientras llorábamos de alegría, yo porque sabía que algo bueno iba a pasar si el patilludo no ganaba y mi padre porque, trabajador desde los 16 años, sabía certero qué habíamos pasado.

Después la rata se bajó. Papá supo explicarme las implicancias de asumir con un gobierno débil.

Sin embargo, fue un buen año el año 2003. Y fueron mejores los siguientes. Y fueron años de construir lo posible y lo imposible donde no había nada. Y fueron años de dignificarnos y devolvernos la alegría. Y fueron años de inclusión y de trabajo. Y fueron años de cojones y ovarios.

Mirá pibe, 14 años tenía en el 2003 y ni sospechaba la alegría que nos venías a dar.

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