4 de febrero de 2013

Avenida San Juan

Mi abuelo tenía una mesa redonda con vidrio. Era tan inmensa, agigantada a mis cinco años de edad, que reflejaba todo el techo. Una dimensión aparte de la rutina del almuerzo los domingos. El techo se prestaba para los movimiento más osados, las investigaciones más arriesgadas.
Desafiando la ley de gravedad la lámpara colgante erguida e inmutable. 
Me sentaba en un rincón o en otro, arriba (abajo) de la biblioteca, en la puerta del pasillo. Siempre fue el mejor paseo, que podía atravesar con mucha menos tortícolis de la esperada. 

El mundo era interminable, los domingos a la tarde, en la casa de mi abuelo.