9 de octubre de 2014

Autoludografía o de por qué al escribiente exaspera lo autoreferencial

Sabe licenciado, vengo a usted porque me encomendaron una tarea de lo más difícil. Vea, tengo que acordarme de los juegos que hacía. Porque de los que hago no tengo dudas. Pero eso de apelar al pasado, no sé... A mi me latió a psicoanalítico, asi que vine a que usté me ayude con eso de relatar.
Me reclino, acá... ve. Y entonces todo aflora, con un poco de tiempo.
Por ejemplo, ahora veo el patio enorme de la escuela primaria. Un lujo de rayuela hecha en el piso. Con menos mística que la de tiza, pero maravillosamente más pragmática para los minutos previos a la entrada, el recreo, o los momentos en que la profesora de educación física discutía las reglas del quemado.
También fue una ferviente militante del elástico, pero más que nada de la soga con el cantito de “viuda, casada, soltera, enamorada...”. Vaya uno a saber qué había de espíritu de parturienta en nosotras infantes que siempre queríamos llegar a la mayor cantidad de hijos posibles.
Yo sé lo que piensa, licenciado. Es una curiosidad que los primeros juegos hayan sido los acontecidos en la escuela. Y es que vio la importancia que tiene en la constitución del sujeto la experiencia escolar.
Además, sabe.. como hija única. Los juegos en casa, eran más meditabundos.
Lo confieso, en realidad me daba pudor declarar que amaba con absoluta locura a mis Barbies. Mal que le pesara a mis padres, progres de clase media. Les hacía unos cortes de pelo hermosos e irreversibles (fundamentalmente lo segundo). Salvo a la Barbie que cantaba jazz: Pelirroja, con vestido negro y micrófono. A esa la idolatraba y le guardaba siempre los mejores papeles.
Ojo, no crea que me olvido.. en casa también me dedicaba a jugar a ser maestra, mamá, exploradora (con unos colchones viejos y almohadas), vendedora en la ventana de la casa de un amigo (eso de ser hija de una kiosquera). En cambio, en la calle con mi madre jugaba competencias de no pisar las líneas de las baldosas. Y en los viajes largos desarrollábamos juegos de adivinación complejísimos (para mí) acerca de personajes conocidos.
De todos modos, verá, el mundo se partió en dos cuando en unas vacaciones en la playa aprendí a jugar a la Sardina Enlatada. Era en todos los aspectos superador de la corriente y ya harto conocida “escondida”. Me apasionó el ingenio de apretujarse de a veinte para que un mísero escondite cuidara a todos los escondidos. Y me llenaba de adrenalina la búsqueda histérica del lugar que los convocaba a todos.
Las vacaciones representaban la posibilidad que en forma anual se me negaba: jugar en la calle. Niña de departamento, mucho libro, mucho juego solitario salvo algún amiguito a merendar y taza taza.
Pero la calle bienhechora permitía todo. No tengo la menor idea de cuales eran los juegos, porque todo estaba sucediendo sin establecer mayores reglas.
Ponga por caso, además, que las experiencias coloniales (no de virreinato, sino de verano en Buenos Aires) me depararon juegos nocturnos de búsqueda de tesoros, un breve (y olvidado) aprendizaje de ajedrez, esos juegos sin nombre para los niños jugadores en los que era misión hurtar una bandera, y demás propuestas análogas.
Y déjeme que agregue que de pequeña me convertí en un as de la generala, el burako, dominó y las damas. No así en el scrabble, que implicó serios debates familiares acerca del uso o no del diccionario, y el truco cuyas reglas me resultan inabordables.
Y sabe que, le confieso, como hija única y de padres progres (léase la honestidad ante todo), cuando en algún aburridísimo viaje en colectivo se me daba por jugar al “veo veo” en forma individual, cada tanto perdía (en contra mío) a propósito, no fuera cosa que me hiciera trampa a mí misma simpatizante y rival a la vez.
No se preocupe, nada de desorden de personalidad. Eso lo certificó la otra licenciada. Para mi está bien hasta acá, le agradezco el espacio.
Me toca ahora jugar con uno de los nueve gatos, o la perra, o a ser jardinera en el fondo. Eso si, nunca nunca esas monstruosidades de reventar bolitas, gestionar una granja o dominar no sé que imperio digital que no comprendo.
A su salú, con buen vinito.